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martes, 7 de abril de 2015
Un miércoles 28 de marzo del 1515, a las cinco de la madrugada, nacía Teresa de Cepeda y Ahumada, o bien, a la que todos conocemos con el nombre de Teresa de Jesús, o, de Ávila. Es curioso, pero este personaje y yo tenemos muchas cosas es común, no solo el nombre, a ambas, nos apasionó y apasiona la escritura.
Con motivo de su V Centenario se ha creado una ruta que recorre aquellos lugares donde puso su HUELLA TERESA DE JESÚS, os invito a que las sigáis pero al tiempo, me he permitido confeccionar este poema en el cual, he intentado plasmar algunos matices tanto del carácter, de su aspecto físico y de su entrega vocacional.
Espero que os guste.
Yo soy la Santa Teresa,
la Teresa de una España
de lanceros y rufianes,
de espadas, odio y venganzas.
Dicen pues, que de novicia,
por mi fiero temporero,
saltaba de cuatro en cuatro
los refertorios de Enero.
Entre celdas de penumbra,
mi Dios me ha iluminado,
ya ni barrotes retiene
lo que en mi pecho ha brotado.
¡Eres la Santa de España!
Aclaman a voz en grito
las personas que conocen
mi labor de hito en hito.
El luchar con mis hermanos
de pequeña me sirvió,
para usar todas las tretas
que usaría de mayor.
Polvorienta del camino,
voy y vengo por las eras,
haciendo allá donde viera
la razón de mi existencia.
Y hablo con las alturas,
a solas, y en penitencia,
con cordura de mujer,
e inocencia de abstinencia.
¡Que Dios bendiga estos hábitos!
¡Que Dios divino los tenga!
que con ellos, el calvario,
se me antojó penitencia.
Y voy de aquí para allá,
donde solo hay conventos,
prisión de mi tempestad,
y calma de mis tormentos.
Ahora ya en otros tiempos,
donde el andar no sostengo,
mi saya de vil mortaja
forma parte de mi cuerpo.
Pero en todo mi interior,
es tal la fuerza que ostento,
que amo y estoy muriendo,
que muero por que no muero.
¡Eres la Santa de Ávila!
mujer de corta estatura,
acciones de gran pureza,
y mirada de ternura.
Yo soy la Santa Teresa,
la Teresa de una España,
con lunares en el rostro,
y espinas en las entrañas.
Hoy todos me están llorando
mientras oyen aleluyas,
las perlas de sus plegarias,
se confunden con la luna.
Sembrando a pie los cultivos,
los labriegos me venera,
¡Ya se nos ha ido la madre!
que sola se ve la era.
¡La madre, se nos ha ido!
Se escuchaba en las laderas,
a las gentes de Castilla,
y extramuros de estas tierras.
¡Que Dios bendiga estos hábitos!
Que el Divino los proteja
y envuelvan mi cuerpo ajado
como pétalos de seda.
En la celda de mi vida,
hago recuento de acciones,
algo bueno he dejado,
a otras generaciones.
Desde montes y valles,
en los balcones y plazas,
aclamando va el gentío.
¡Nuestra Teresa, ya es Santa!
©María Serralba 24/10/2005
domingo, 1 de marzo de 2015
On 0:27:00 by María Serralba in AGENDA, Baúl recuerdos, InfoBlog, LA TRASTIENDA, Publicaciones, Ventana Cultural Sin comentarios
El pasado Jueves 26 de Febrero, tuvo lugar en mi agenda literaria un encuentro un tanto atípico, y lo califico como tal, ya que no suelo acudir a ningún establecimiento de esta clase para hablar sobre mis trabajos, pero hice una excepción con Café Garbí a raíz de la invitación expresa de su propietaria, Mary Conchi del Camino, y de su Club de Lectura, que hace unos días han tenido la oportunidad de leer uno de mis micro relatos titulado: «DELIRIOS DE UN MAQUINISTA».
Durante la agradable velada, tuve la oportunidad de escuchar a algunos de sus miembros (Paqui, Luisa, Conchi, Fernando, Mª José y Samuel) comentar a cerca del mismo, llegando a la conclusión de que siempre, es enriquecedor escuchar la opinión de otros sobre el trabajo de uno mismo, ya que suelen encontrar matices que incluso, ni tú mismo, los pensaste cuando lo escribías.
Comentarios como por ejemplo:
- Tiene un rico uso en adjetivos, los cuales enriquecen en mayor medida el relato.
- Bien puntualizado; circunstancia que nos ha facilitado la lectura del mismo sin trabas.
- Fluidez en el estilo.
- La riqueza descrita te hace vivirlo.
- Historia con moraleja:
- Aviso subliminal:
«Durante su lectura, me hizo recordar el accidente del AVE, lo curioso es que desde que se escribió el relato (año 2003), a cuando ocurrió dicho suceso (año 2014), existe un paréntesis de doce años» Paqui Villalonga.
«Lo importante de este relato no es el accidente en sí, sino la búsqueda de sí mismo del maquinista para liberarse del sentido de culpabilidad que le embarga al saber lo ocurrido». Fernando Flores.
«Ante una situación así, tan tremenda, ¿debería el ser humano ser más frío y reaccionar de otra forma, en lugar de dejarse llevar por los sentimientos? Mary Conchi.
Como podéis observar por algunos de los comentarios, resultaron dos horas muy fructíferas ya que, para mi satisfacción, me di cuenta que el texto había calado hondo en todos los presentes hasta el punto, de querer desmenuzar cada uno de sus momentos.
Al finalizar la puesta en común, tuve la oportunidad de informarles, a grandes rasgos, sobre mis otras líneas de trabajo y mi faceta solidaria. Me alegra saber que ellos también disfrutaron de mi compañía.
Gracias a todos por haber querido compartir conmigo esta velada literaria, y a Café Garbí, por darme dicha oportunidad.
domingo, 22 de febrero de 2015
On 23:06:00 by María Serralba in Historias urbanas, InfoBlog, LA TRASTIENDA, Ventana Cultural Sin comentarios
Dentro de las actividades que tenía previstas para este mes de Febrero, estaba incluida una que, aparentemente, no tenía nada que ver con lo que hasta ahora estáis viendo sobre mí pero, sin embargo, sí la tiene y mucho, me refiero al apartado de la #poesía.
Con otros tantos compañeros rapsodas y poetas, he participado en el III CERTAMEN DE POESÍA Y MARCHAS PROCESIONALES "Ntra. Sra. de la Amargura", organizado por la Cofradía del Ecce-Homo y Redención, que ha tenido lugar en la Casa de la Música dentro del Centro de Cultura «Las Cigarreras», de la ciudad de Alicante.
En él, hemos declamado las poesías que hemos compuesto para cada una de las marcha procesionales que se interpretaban. Tras cada poesía, la Agrupación Musical "La Nova" de Banyeres de Mariola, compuesta por 80 maestros, hacía sonar sus instrumentos magistralmente y arropaban con sus acordes nuestros versos.
En mi caso, me ha tocado la de EL VALLE DE SEVILLA, del compositor José de la Vega Sánchez, realizada para la hermandad del mimo nombre.
Esta marcha suele acompañar a su Virgen, Ntra. Sra. de El Valle de Sevilla, una talla datada en 1618 de autoría todavía no contrastada. La imagen va sobre un trono de orfebrería de metal plateado y cobre, idéntico material que compone su palio, uno de los más pesados de la S.S. que va decorado con tejido grana con bordados de hojillas de plata en las bandolinas (la más antigua en la S.S.). El manto está datado del s. XVII. Luce corona de oro y su procesionar la realiza entre callejuelas y avenidas de la ciudad de Sevilla, acompañada por cofrades, penitentes y fieles devotos de la imagen.Os aconsejo que hagáis como hemos hecho en el acto, primero, leed la poesía que he creado para esta Virgen sevillana y luego, escuchad la marcha procesional, ambientada en imágenes de la Hermandad de El Valle. Espero que sea de vuestro agrado.
EL VALLE DE SEVILLA
Por el Valle de Sevilla se desliza primorosa
la bella talla y el manto de una virgen candorosa.
Entre azaleas de cera y vestas, de grueso paño,
esta mujer casi etérea, a los cielos va implorando:
¡Dios!, te pido clemencia, ruego pues por tu perdón,
que ser madre del Divino lo acepté con sumisión.
Un repique de campanas inicia la procesión.
Feligreses, penitentes y hasta una corte de honor,
la arropan con sus plegarias exultantes de emoción,
mientras ella, en su peana, les impregna de su amor.
Por el Valle de Sevilla todo un pueblo en procesión,
peregrina sus pecados por las calles de pasión.
Unidos en una piña, van rezando una oración:
«¡Señor!, que acaben las guerras,
que en los cielos haya amor,
y que tú, madre divina,
a todos nos des cobijo en tu inmenso corazón».
©María Serralba 220215
Al finalizar el acto, ha habido varias sorpresas. La primera de ellas, la interpretación, en el segundo bloque, de una marcha procesional: «María Santísima del Mayor Dolor», de Antonio Carillos Colomina q.e.p.d., compositor fallecido en diciembre; a su viuda e hijo se le ha hecho entrega de una placa conmemorativa de dicho evento como recuerdo y reconocimiento a la labor de este gran compositor.
También se ha hecho entrega de un corbatín, como recuerdo, a la Agrupación Musical, de parte de la cofradía organizadora.
En cuanto a los poetas participantes, el Hermano Mayor de dicha Cofradía, D. Victor Ruíz Ñeco, ha tenido a bien entregarnos un bonito recuerdo de nuestra participación, una pieza de metacrilato donde está insertada la imagen de la Virgen de dicha cofradía.
Las fotos de recuerdo no podían faltar, tanto con la autoridad competente invitada al acto, la concejala Dª Oti García-Pertusa, así como con los miembros de la Junta de Gobierno de dicha hermandad.
Pero también he tenido la ocasión de hacérmela con "CASI" todos los miembros de la Agrupación Musical «La Nova» de Banyeres de Mariola. Os confieso que me ha hecho mucha ilusión tener esta instantánea tan simpática de recuerdo de tan emotivo evento.
A la salida he tenido la oportunidad de contemplar algunas láminas que estaban expuestas en las paredes, y que nos ofrecían una visión retrospectiva de cómo eran las bandas de música de antaño.
En resumen, lo único que puedo deciros, es que me alegro de haber tenido la oportunidad de participar en este evento, ya que ha resultado una velada francamente maravillosa disfrutando de otras dos de mis pasiones, la música procesional y la poesía.
martes, 27 de enero de 2015
—¡Las
doce y sereeeno!
Con
cada una de las pisadas tranquilas y acompasadas de Manuel, su voz volvía a
escucharse una noche más entre los vagones de la vieja estación de ferrocarril.
Hacía años que esta se encontraba fuera de servicio, al igual que su tren, que
permanecía en «dique seco» en una de las dos vías que la pequeña estación
utilizaba para el tránsito de mercancías. La policía había iniciado las labores
de inspección de la máquina con éxito,
aunque debido a las gestiones para la rápida resolución del caso, se indicó a
la dirección de la estación, que lo mejor sería que esta, permaneciese
inhabilitada el resto de días a la par que las funciones de Manuel como
maquinista de la misma.
Desde
entonces, no había día en que Manuel pasase sin formularse a sí mismo, una y
mil veces, la misma pregunta: ¿por qué?. Sabía a ciencia cierta que todo lo
ocurrido años atrás había estado fuera de su control, del suyo, y de cualquiera
que hubiese estado en su puesto. El engranaje de la vía atascado, el niño que
jugaba feliz en una zona peligrosa, ajeno a lo que le rodeaba, y su necesidad,
repentina, de reponer carbón en la caldera de la vieja máquina que amenazaba de
un momento a otro por detenerse, todo ello, había supuesto un cúmulo de despropósitos
que, como decía el inspector de policía y amigo de la infancia, parecía haberse
confabulado para que aquel día, Manuel, encontrara la fatalidad para el resto
de su vida.
Pero,
a pesar de la gran carga que llevaba sobre sus hombros, él continuaba siendo
fiel a su cita de las doce, o, como él la llamaba, la del ecuador de la noche,
la del despertar al nuevo día. Era tan grande el sentido de responsabilidad que
sentía en su trabajo, que a pesar de estar jubilado, en su mente, Manuel seguía
manteniendo vivos los recuerdos de antaño, la actividad frenética de los
andenes en horas punta, la imagen ilusionada de los nuevos pasajeros, y la
angustiada para otros, cuyo tiempo se les había hecho eterno. Pero todo ello
finalizaba cuando él y su máquina, realizaban la magistral aparición en el
pequeño apeadero de aquella casi desapercibida estación. Que hermosos momentos,
y lo bien que podría recordarlos, si no fuese por aquel fatídico percance.
—¡Las
doce y media y sereeeno!
Hacia
años que la vieja y desvencijada máquina había pasado al desguace junto con los
restos de la ya inútil estación, y con cierto humor inglés, a veces, Manuel
comentaba a los amigos de copas, que con aquellas chatarras, también lo habían
tirado a él al desguace. Ojalá hubiese estado en la estación aquel día, pero
no, ese día estaba ajeno a todo. Durante ese tiempo, en el pueblo se había
celebrado un entierro al cual él no había podido asistir. Sobrecogidos por la
pena, todos, incluso el retrasado del pueblo, acudieron mientras que él, con el
sentimiento de haber caído a un precipicio del cual nunca podría salir, seguía
inmerso en su mundo. Los llantos ajenos no le llenaban, ni tan siquiera el amor
de su esposa, que constantemente permanecía a su lado y que intentaba con su
cariño mitigar en cierta medida el atroz sentimiento de culpabilidad que le
embargaba, y si con ello no fuese suficiente, notaba cómo en las miradas de sus
amigos, una fina e intangible capa de acero se había ido filtrado por sus
pupilas, la misma que le decía sin palabras que él era el culpable de aquello.
Era precisamente en aquellos instantes cuando sentía que sus pulmones, a pesar
de estar henchidos de oxígeno, le oprimían como si estuvieran enfundados en
gruesas corazas de acero.
Esa
casi plegaria y maldición al mismo tiempo, dicha entre dientes a los cuatro
vientos, fueron los únicos sonidos que la boca de Manuel emitió aquel penoso
día, el resto del pueblo siguió como si nada hubiera ocurrido. La vida,
continuaba a su alrededor sin novedades pero para Manuel, ya nada era igual, en
el transcurso de su absentismo, y tras la pérdida de su preciado trabajo, se
sumó el fallecimiento de su mujer seis años más tarde del alumbramiento de su
hijo; para entonces, ella, ya estaba delicada de salud, pero desde el trágico
accidente, esta, se había ido debilitado todavía más, debido a ese motivo a él
le invadiría una gran soledad tras despertar del letargo vivido, la misma
soledad que había ido tomado forma hasta convertirse en otro miembro más de la
familia; la misma que le acompañaba en sus largos y dubitativos paseos. Pero
aquella etérea compañía empezaba a resultarle tan opresiva como insostenible,
aunque no sabía como deshacerse de ella.
Como
contrapunto, lo único que le reconfortaba era observar aquellos viejos y
revueltos andenes llenos de hojarascas, tablones carcomidos y guijarros
desordenados por el viento. Hiciera frío o calor, no había ni excusa ni día que
no pasara las noche sin arrastrar las desgastadas suelas de sus botas por
aquellas descoloridas baldosas, pero, es que, para Manuel, aquello había
significado tanto, que incluso en esos precisos instantes, juraría que sus
oídos todavía podían apreciar el sonido entrecortado de las ruedas de su
máquina deslizándose entre las vías. Era tan real, que si no fuera por que
aquel lugar se encontraba totalmente deshabitado, hubiese jurado, ante el más
devoto de los santos, que lo que sus oídos estaban escuchando, era cierto.
¿Delirios de un maquinista? Seguro. O quizá más bien la abstinencia de tantos
años sin oler tan si quiera, el penetrante aroma que desprende el carbón al ser
quemado. Sea lo que fuere, aquello le estaba haciendo el mismo efecto como si
se tratara de un alucinógeno.
«No,
no es posible», se dijo Manuel. A pesar de la niebla y de su escasa
visibilidad, el oído lo seguía teniendo en óptimas condiciones y no cabía duda
alguna, era su máquina la que, a mediana velocidad, se estaba aproximando hacia
él a través de la niebla. Pero... eso no era posible, se volvió a repetir,
aquello parecía más bien una pesadilla.
Dudando
incluso de su conciencia, Manuel se encaminó receloso al borde del andén para
intentar con la vista, no sin gran esfuerzo, percibir alguna silueta en la
lejanía que acompañase a ese sonido tan conocido y característico que desde
hacía unos minutos estaba detectando. Efectivamente, el chirrido entrecortado
se asemejaba a la perfección al de las ruedas metálicas de un tren cuando
estas, se van deslizando sobre el agrietado suelo lleno de vigas atravesadas de
cualquier estación. Manuel empezó a sentir los vellos de punta, y como, una
hilera de hormigas, a modo de calambres, le iban subiendo por el espinazo. Pero
es que no era para menos, aquella experiencia no era posible que le estuviese
sucediendo a él, y, lo peor de todo era, que estaba solo, lo cual le confirmaba
de que allí no había nadie a quien pedir auxilio y mucho menos, explicarle
aquella terrible sensación.
—¡Dios!
¿Qué puedo hacer?
A
pesar de no ser creyente al ciento por ciento, todavía conservaba la antigua
costumbre de implorar a un ser superior para que le indicase el camino a
seguir, en esta ocasión no solo necesitaba su consejo, sino también que le
salvase de aquella anormal situación. Mientras en su mente se agolpaban
pensamientos sin solución, la silueta de una máquina hizo finalmente su
aparición entre la bruma de la densa niebla, una niebla que, por cierto, se
había levantado en escasos minutos, y que, a pesar de las buenas predicciones
del parte meteorológico de aquel día, a Manuel le había dejado algo intrigado.
Primero,
se hizo visible la intensidad lumínica de los oxidado faros, para
posteriormente, ir haciendo su aparición el morro, la cabina y finalmente el
enganche trasero de la misma. Allí estaba frente a él, su amiga de la juventud;
con sus colores de antaño —rojos y azules—, a pesar de estar descascarillados
en gran parte, pero sí, esa era su máquina, pero... ¿quién la había dirigido
hasta allí si esa vía estaba anulada hacía tiempo? La estación casi había
desaparecido de los planos de circulación de la red ferroviaria, entonces,
¿cómo había llegado hasta aquel apeadero?, y lo que le intrigaba todavía más,
¿por qué precisamente su máquina?
Como
la curiosidad de Manuel siempre había sido mayor que su prudencia, condujo sus
pasos hasta la barra de seguridad de la cabina. Un rápido vistazo a su interior
le confirmó que allí no había nadie que la condujera, algo impresionante, pero
entonces... ¿qué es lo que en verdad estaba sucediendo? Al instante le asaltó
su sentido del deber y pensó que la máquina no podía quedarse allí estacionada,
había que dejarla a buen recaudo cuanto antes. Un impulso, o quizás el aflorar
nuevamente de su antigua labor, fue lo que le hizo introducirse en la cabina
donde todo le era familiar, sin pensárselo dos veces. El suave toque de su mano
desancló la palanca del freno, y la máquina lentamente empezó a deslizarse
sobre sí misma. ¡Cuánto había añorado aquella sensación!, y poder observar,
como antaño, el horizonte a través de los grandes ventanales de la cabeza
tractora, aunque ahora se encontrasen empañados por la niebla que no le dejaba
ver prácticamente más allá de su propio reflejo.
Pasaron
horas, minutos, o quizás segundos, lo que si era cierto es que en el transcurso
de ese tiempo, la niebla se había disipado totalmente, y ante él una luminosa
estación le estaba esperando, llena de tránsito como en otras épocas. La gente
iba y venía en todas las direcciones. Bultos y maletas ocupaban desordenados
los andenes y, como siempre, los mismos semblantes de alegría de los
transeúntes se ofrecían tan pronto le veían aparecer con su flamante máquina
pero... ¡esa máquina que estaban mirando no era la suya, era otra!.
Efectivamente, delante de él había una máquina idéntica a la suya, y si la
vista no le fallaba, ¿él mismo era el que la conducía? Más sorprendido que
antes siguió observando a aquella persona, era él mismo pero veinte años más
joven. Su pelo se había tornado oscuro y rizado y su rostro, ahora lleno de
profundos surcos, se veía terso y resplandeciente. En el reloj de la estación
marcaban las doce del medio día. Igual que en aquella fatídica ocasión. Esa
misma mañana había salido preciosa, igual o más que las otras, la gente estaba
pletórica de entusiasmo ya que sería sábado al día siguiente y eso, parece que
no, siempre anima un poco a terminar mejor la jornada laboral. Todo eran
parabienes cuando Manuel y su máquina llegaban a las distintas estaciones. Una
vez allí, recibían las felicitaciones de los pasajeros, los halagos de sus
compañeros de profesión por llevar siempre su máquina pulcra y dispuesta, y por
parte de los más pequeños, ser el centro de atención y pedirle que se hiciera
una foto con ellos para llevarse un recuerdo.
La
mujer de verde con sombrero negro también le resultaba muy familiar, pero.....
¿no era aquella mujer, la misma que recogió ese día? Recordaba perfectamente el
instante en que le paró en el andén para preguntarle su número de vagón.
Resultó ser muy charlatana y además olvidadiza y, por su culpa, tuvieron que
retrasar la salida prevista de las doce, a las doce y media, ya que a la buena
señora se le había olvidado en el anden uno de los maletines de mano. Además de
este, también tuvieron problemas con alguno de los pasajeros, pero al final,
con una indicación de asentimiento de la cabeza del jefe de la estación, hizo
sonar el silbato, y su sonido, estridente e interminable, indicó a todos que el
tren en breve iniciaría su recorrido. De repente, Manuel vio aun joven subirse
en la parte delantera del tren, justo donde estaba la máquina. Pero... ¡si era
él mismo¡, se volvió a repetir, atónito de lo que estaba presenciando. Aquel
joven, es decir, él, tras subir a la máquina había hecho un gesto con el brazo
dirigido al jefe de estación a modo de saludo, mientras hacía avanzar el
aparato, poco a poco, hasta salir de la zona del apeadero.
Manuel
seguía sin entender nada. ¿Cómo era posible que aquel joven condujera aquella
preciosidad, si él, en realidad, era el que estaba allí, subido en una vieja
máquina, con manos arrugadas, y con restos de artrosis en los dedos? Aunque se
afanaba por comprender, por encontrar algo coherente en todo aquello, había
cosas que se le escapaban a su mente. La máquina, como un reloj, siguió su
recorrido, adentrándose en el frondoso camino dirección hacía el siguiente
apeadero. La buena conducción de un hábil maquinista había hecho que año tras
año, el trayecto resultase ser la delicia de muchos. Los pasajeros, agobiados
del estrés tras una dura jornada, estaban encantados de poder circular por
aquellos parajes. El paisaje era maravilloso y majestuoso, así lo habían
calificado siempre, y ahora Manuel lo estaba disfrutando nuevamente. Siempre
quedaba perplejo al igual que el resto de pasajeros, de la diversidad de
escenarios que se podían contemplar a través de los pulcros cristales de cada
compartimiento. Tonalidades de verdes, marrones, azules, y un sin fin de
colores que, como el arco iris, formaban el paisaje de aquel condado, y, tras
cada curva, uno volvía a dejar entreabierta la boca, ahogando una exclamación de
admiración ante la sorpresa de ver siempre algo nuevo, pájaros, ciervos,
incluso conejos que se agolpaban al borde de las vías, para saludar con el
movimiento de sus orejas, el paso pausado, pero rítmico, de la máquina de un
tren.
Manuel
siempre veía cada viaje como si se tratara de la primera vez. Todos tenían su
encanto particular y además, le servían para probar la fuerza de su mimada
caldera de carbón, que no hacía más que engullirse, en cantidades astronómicas,
los sacos que antes de partir, él personalmente se había encargado de apilar
cuidadosamente en una parte de la cabina de control. A pesar de disfrutar con
las vistas, de vez en cuando Manuel debía apartar su mirada de ellas para
encargarse de alimentar la caldera. Era muy consciente de que a aquella sección
había que mantenerla en activo durante todo el recorrido, por ello no cesaba de
comprobar uno por uno todos los indicativos luminosos y manuales que componían
la cabina de control de la cabeza tractora. Precisamente en esos momentos iba
pensando, que ya era hora de suministrar más materia prima a aquel dragón de
hierro, ya que en poco tiempo tendrían que atravesar el puente y ahí sí que no
podía permitirse ningún error; tendría gracia que precisamente en ese instante,
se ahogara la caldera por falta de carbón. Cogiendo la enorme pala que
utilizaba para esos menesteres, la llenó hasta los topes y, agachándose con
dificultad por la pesada carga, depositó su negruzco contenido dentro del
candente habitáculo. Tan solo fueron unos segundos los que perdería de vista
las vías, pero al parecer fue el suficiente. En el preciso instante en el que
estaba recargando la caldera, sintió un gran impacto en uno de los laterales de
la máquina, como si hubiesen topado con algo y esto estuviese haciendo que el tren
frenase la velocidad. Dejando lo que estaba haciendo, corrió hacia uno de los
laterales de la cabina y asomó medio cuerpo por el hueco de la ventana. ¿Qué
habría sucedido? Los pensamientos enmudecieron al igual que sus palabras. La
visión dantesca que se ofrecía unos metros más atrás, de restos de un cuerpo
humano, tamborileando sin control alguno contra el armazón de metal del vagón,
le congeló la sangre en las venas.
—¡Dios
santo!, ¡Dios santo!, no es posible. Por favor, por favor, que esté vivo, que esté
vivo.
Haciendo
acopio de mucha sangre fría, Manuel tiró rápidamente de la palanca de freno
manual, con todas sus fuerzas. El chirrido estridente que emitieron los frenos
fue acompañado al instante por una desaceleración en la velocidad de la
máquina. Mientras, Manuel no cesaba de implorar a su Dios para que aquella
persona continuase con vida, aunque si sus ojos no le engañaban, lo que había
allí debajo, zarandeándose entre el hierro del vagón y las vías, casi
incrustado en su totalidad en una de las guías del armazón, ya no era un ser
humano vivo, y, cuanto menos, con todas sus extremidades. Sabía de antemano
que, aunque en aquella zona la velocidad había sido escasa, el impacto de la
máquina con cualquier objeto siempre resultaba devastador, así que en esta
ocasión tampoco iba a ser diferente.
El
tren al fin frenó en su totalidad, aunque lo haría a varios kilómetros del
impacto inicial, aun así la gente comenzó a agolparse en las ventanas con el
afán de comprobar de primera mano lo que había sucedido. Cogiendo la vara que
le servía para remover el carbón en la caldera, Manuel bajo hasta donde se
encontraban los restos del cuerpo de aquella persona. Era impresionante, un
amasijo de ropa y carne apenas reconocible, se había ido introduciendo con el
girar de las ruedas entre los espacios de cada pieza de la locomotora, la
visión era vomitiva, a pesar de ello, y teniendo en cuenta de que era un ser
humano, o mejor dicho, restos de él, Manuel sintió la necesidad de preservar su
dignidad, así que para evitar que el resto de pasajeros vieran aquella imagen,
se quitó su chaqueta y con cuidado, cubrió aquel bulto lo mejor que pudo. Que
desgracia tan grande, y sobre todo, pobres personas sus familiares cuando les
dijeran la aterradora noticia, pensó Manuel. A pesar de lo sucedido, él siguió
manteniendo la mente fría, lo suficiente, para recordarse a sí mismo que, nada
más llegar a la siguiente estación, tendría que notificarlo a las autoridades.
Se encontraba pensando en ello, cuando vio, que algunos de los pasajeros más
audaces, descendían de los vagones y se aproximaban a donde él se encontraba. A
todos se les veía visiblemente afectados por el incidente, así que Manuel les
instó a que se alejaran de allí en sentido contrario, con la excusa de que le
ayudasen a encontrar alguna pertenencia más del accidentado, a fin de
podérselas entregar a sus familiares.
Pasados
unos minutos, un pasajero apareció ante Manuel llevando consigo unos objetos;
se trataban de unas botas de tamaño reducido, probablemente pertenecientes a un
niño. En ellas era claramente visible los estragos que había ocasionado el
accidente. Algunos trozos de tela de los calcetines de su propietario, se
habían quedado pegados a ellas junto a jirones de carne manchados de sangre. En
el instante en que el pasajero se las entregaba a Manuel, una de las cordoneras
se rompió por uno de sus extremos y cayó al suelo. Cuando Manuel se agachó a
recogerla, poco antes de introducirla en el bolsillo de su pantalón para que no
se le perdiera, se quedó mirándola fijamente. Al instante su semblante cambio,
pasando de ser de preocupación, a la más fantasmagórica palidez. A partir de
ese momento una espesa nebulosa se cernió alrededor de él nublándole en primer
lugar la vista, luego su mente, y acto seguido todo, haciendo que se desplomase
súbitamente tras haber perdido por completo el conocimiento.
—Papá.
Papá, ¿has terminado ya?
Manuel
seguía incrédulo contemplando aquella visión retrospectiva de su pasado. ¡Al
fin! había conseguido recordar exactamente lo sucedido. Desde aquel día habían
transcurrido veinte largos y desdichados años, años donde bajo los efectos de
un coma profundo, no había momento en el que no dejase de rememorar todas esas
vivencia.
—Vamos
a casa, papá, que ya es tarde y la humedad se siente en los huesos.
Dejando
libre su rostro de la presión que momentos antes sus manos habían ejercido
sobre él, Manuel, volvió a posar sus
cansadas pupilas en el reflejo de su propia imagen, el mismo que le ofrecían
los grandes ventanales de la cabina de un tren desvencijado. La niebla los
había empañado totalmente, al igual que el entorno de aquella estación
fantasma. Tras de sí, un hombre joven, de constitución corpulenta, le hablaba
con gran ternura, era su hijo. Manuel se sentía orgulloso de él, pero no podía
dejar de pensar que, en aquel accidente, lo pudo haber perdido para siempre.
Ese pensamiento hizo que sus facciones de nuevo se tornasen sombrías y
apesadumbradas. Quien le iba a decir a él, que la visión de unos simples y
sencillos cordones de unas botas, iban a tener la culpa de todas sus penas. Ese
complejo sistema de atado, aprendido tras varios años de práctica, habían hecho
del anudado de cordones de Manuel algo único e inimitable, excepto por su hijo,
al cual él mismo le había enseñado dicha técnica cuando el pequeño tuvo la edad
suficiente para comprender cómo hacerlo por sí mismo. Cuántas veces se había
arrepentido de ello. Quién le iba a decir a él que aquella inocente
excentricidad, se volvería en su contra. Lo que hubiese dado por haber sabido a
tiempo, que el muerto no era su hijo, y que en realidad éste se había
intercambiado aquel día el calzado con un amigo en la escuela.
Todos
aquellos años sumido en la inconsciencia, creyéndose culpable de la muerte de
su propio hijo, le habían hecho a Manuel no desear volver a la vida, pero uno
nunca elige su fin, y para él no iba a ser diferente, su Dios se había
propuesto rescatarle de las sombras, aunque demasiado tarde, y con un soplo de
vida le traía de nuevo a la cruda realidad. Una mañana fría de Otoño, Manuel
abría sus adormecidos ojos a un nuevo mundo después de varios años de letargo.
Un mundo que solo recordaba haber abandonado con dolor, y que ahora le ofrecía
esperanza y un camino por recorrer, aunque este tuviese que andarlo solo, sin
su amada esposa como compañera y en su lugar, la compañía de un desconocido
muchacho, su hijo, al que no recordaba, al que ni tan siquiera había podido ver
crecer, pero al que le unía un lazo poderoso, tan poderoso como el de aquellas
cordoneras de sus botas, y este era el del amor. Ese único pensamiento era el
que todavía mantenía vivo a Manuel después de haber pasado tanto, y era el que
le daba motivos suficientes para seguir adelante. Tan solo esa fuerza era la
que le hacía recordar el pasado como un lugar donde también había existido
felicidad, en lugar de un aciago mar de desdichas donde al fin él se
consideraba un naufrago.
-¡La
una y sereeeno!
Una
última voz atravesaría la noche antes de que despuntara el alba. Manuel, el
maquinista jubilado, finalizaba así su ronda, y luego se haría de nuevo el
silencio. Dejándose acompañar por su hijo, como siempre lo hacía, Manuel
regresó a su casa. Lo que había revivido aquella noche había sido real, muy
real, lo sabía de forma tan certera, por que en el interior del bolsillo de su
pantalón podía palpar la textura de unas cordoneras de botas, las mismas que
lucían las de aquel niño. Nadie debería saber lo sucedido, se dijo, y mucho
menos su viaje a través del tiempo para recordar lo ocurrido aquel día. Lo
mejor sería que todos siguiesen creyendo que él estaba ido, así no le
inculparían de nada y su hijo podría seguir viviendo tranquilo, a pesar de
creer que estaba a cargo de una persona trastornada en sus funciones mentales.
Si algún día alguien le llegase a preguntar sobre lo ocurrido, les diría que no
recordaba nada, que si alguna vez le habían escuchado hablar en sueños de lo
sucedido, todo, fue debido a los delirios de un viejo maquinista.
Delirios de un maquinista (09/12/2003) © María Serralba
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